[PDF] Santa Catalina de Génova, Tratado del Purgatorio
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Introducción
I CAPITULO
Santa Catalina de Génova, Tratado del Purgatorio
Vida de Santa Catalina (1447-1510), 3. Obras, 4. El
Tratado del Purgatorio, 5. Bibliografía, 5. La presente
traducción, 5. Culpa y pena, 5.
-Tratado del Purgatorio. Experiencia del
purgatorio en la tierra, 6. Almas ajenas a todo, absortas en el amor de
Dios, 7. Contentas de adelantar en la purificación, 7. Son penas
indecibles, 8. Penas causadas por los pecados, 8. Son penas de amor, 8.
Infierno, 9. Penas moderadas por la misericordia de Dios, 9. Conformidad
en el purgatorio con la voluntad de Dios, 9. El ejemplo del pan único,
10. El ama que se va al infierno, 10. El alma que se va al purgatorio,
11. El alma que se va al cielo, 11. Importancia del purgatorio, 11.
Conocimientos inexpresables, 11. El tormento de un amor retardado, 12.
Amor divino que purifica y aniquila, 12. Purificación pasiva última,
obra de Dios, 13. Imperfección congénita de todo lo humano, 14. A la
vez, gran gozo y gran dolor, 14. Hasta el último céntimo, 14. Olvidadas
de sí, abandonadas en Dios, 14. Toda la pena que sea precisa, 15.
Miseria de la ceguera humana ante estas verdades, 15. Paz y gozo en la
purificación, 15. Yo vivo en la tierra el purgatorio, 16. Ayuno en el
interior, 16. El exterior en ayuno, 16. Mundo-cárcel, cuerpo-cadena, 17.
La santa ordenación de Dios, 17.
Síntesis de la doctrina de Santa Catalina, 18.
II CAPITULO
Purificación y purgatorio en San Juan de la Cruz
Purificación y plena unión con Dios, 19.
Purificaciones activas, 19. Purificaciones pasivas, 20. Purificación
perfecta en esta vida, 20. Purgatorio, 20. Concidencias y diferencias
entre Catalina y Juan, 21. Las almas del purgatorio interceden por
nosotros, 22 . San Francisco de Sales y el Tratado del Purgatorio,
23 .
III CAPITULO
Catecismo de la Iglesia Católica
Los tres estados de la Iglesia, 24. El purgatorio,
24. Ayudas a las almas del purgatorio: diversos modos, 25; oraciones,
25; sacrificio eucarístico, 25; indulgencias, 25. La comunión de los
santos, 26. Citas, 27.
Ésta es la fe de la Iglesia sobre el purgatorio, 27.
Importancia de la fe en el purgatorio, 27.
Tratado del purgatorio
Introducción
¿Pensamos en el purgatorio?...
Mucho menos de lo que convendría a nuestros hermanos que están en él, y
que debieran recibir de nosotros más frecuentes y mayores ayudas. Y
mucho menos de lo que nos convendría a nosotros mismos, pues
guardaríamos nuestra fidelidad al Señor con mucho más cuidado, si
fuéramos conscientes en la fe de que aquello que en este mundo no
hayamos llegado a purificar de nuestros pecados con la ayuda de la
gracia, habrá de ser purificado en nosotros sólamente por Dios en la
otra vida, mediante las penas del purgatorio.
¿Pero se cree en el purgatorio?... Cualquiera que
va a pasar una temporada en un país suele interesarse en leer
previamente informaciones sobre el mismo. ¿Cómo es posible, pues, que
tantos cristianos muestren tan poco interés por conocer la misteriosa
realidad del purgatorio, estado por el que probablemente pasarán muchos,
antes de gozar plenamente de Dios en el cielo?... Será que apenas creen
en él; pues decir en tema tan grave «ya nos enteraremos cuando estemos
en él» no pasa de ser una burla cínica.
¿Y qué sabemos del purgatorio?... Sabemos poco,
pero ese poco tiene extraordinaria importancia, y podemos
conocerlo con la certeza de la fe, con la fe de la Iglesia
católica.
Tres capítulos
Divido en tres capítulos la exposición presente.
-En primer lugar, el Tratado del Purgatorio de
Santa Catalina de Génova será para nosotros un estímulo ciertamente
poderoso, que nos ayudará a penetrar este alto misterio.
-Contrastaremos después la doctrina del Tratado
con la enseñanza de San Juan de la Cruz, que coincide con ella, aunque
no en todo.
-Finalmente, el Catecismo de la Iglesia Católica
vendrá a precisarnos cuál es exactamente nuestra fe sobre el
purgatorio.
I CAPITULOSanta Catalina de Génova Tratado del Purgatorio
Vida de Santa Catalina (1447-1510)
De la noble familia genovesa de los Fieschi, cuna de
dos papas y de varios cardenales y obispos, nació Giacomo, que fue
virrey de Nápoles. De su matrimonio con Francesca di Negro, nació en
1447 Catalina. En la familia, compuesta de tres hermanos más y de su
hermana Limbania, le llamaban Caterinetta, y con este nombre le recordó
la piedad popular de su patria.
Muy precoz en su religiosidad, especialmente en su
devoción a la pasión de Cristo, a los trece años manifiesta Catalina su
voluntad de ser religiosa en el monasterio de Santa María de las
Gracias, de Génova, que ya había acogido a Limbania; pero por su poca
edad, no la reciben.
Pocos años después, los Fieschi, que eran güelfos,
obligan a Catalina a casarse con el noble gibelino Giuliano Adorno. A
sus dieciséis años inicia así su vida conyugal con un hombre libertino y
dilapidador. Los cinco primeros años son para ella muy dolorosos, pero
cuando tiene veintiuno de edad, por la insistencia de la familia o quizá
por ganarse al marido, va entrando en la frivolidad de aquella vida
licenciosa. Ella misma dice de sí:
«Para consolarse de su dura vida, se sumergió en los
placeres del mundo, hasta el punto que en poco tiempo se vio tan
abrumada de pecados e ingratitudes, que se veía sin remedio, sin
esperanza de poder salir nunca de su estado. Y a tanto llegó que no
sólamente se gozaba en el pecado, sino que de él se vanagloriaba. Todo
su gusto y amor, todo su afecto y gozo no estaban sino en las cosas
terrenas, y las cosas espirituales le resultaban sumamente amargas, pues
tenía cambiado el gusto del cielo a la tierra» (Diálogo I,6).
El 20 de marzo de 1473, cuando Catalina llevaba ya
diez años de casada y tenía veintiséis de edad, la gracia de Dios cambia
por completo su corazón, liberándola de todas las cadenas invisibles que
la esclavizaban al mundo. En ese día, visita a su hermana Limbania en el
monasterio, y le hace confidencia de sus penas e inquietudes. Aquélla le
invita a confesarse con el capellán de la comunidad, y Catalina, de mala
gana, obedece la sugerencia... Apenas arrodillada para confesar sus
pecados, un rayo del amor divino atraviesa su corazón, mostrándole el
horror de sus pecados. Tal es la conmoción sufrida, que, sin terminar la
confesión, ha de ser llevada a casa... «¡Oh, Amor, no más pecados!»,
repite entre lágrimas (I,11).
Cuatro años de vida purgativa sufre Catalina,
haciendo penitencia de sus pecados con severísimas austeridades y largas
oraciones. Pero aún entonces, como cuenta su biógrafo, el Señor la
consuela, sobre todo en la oración, como en aquella ocasión en que
«se sintió atraída a inclinarse sobre el pecho de su
amoroso Señor, y alcanzó a ver un camino más suave, que descubría
innumerables secretos de un amor que, con frecuentes éxtasis, la
consumaba toda. Después fue atraída al costado del Crucificado, y allí
le fue mostrado el sagrado Corazón de Jesús, que parecía todo él de
fuego. Y finalmente fue acercada a la dulcísima y suave boca de su
Señor, y allí le fue dado un beso que la sumergió entera en aquella
dulce divinidad, donde, perdida de sí misma interior y exteriormente,
decía: Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Vita 2).
Entre los años 1477 a 1499 (35 a 52 de su edad),
Catalina avanza rápidamente en la vía iluminativa. La comunión
eucarística diaria, entonces poco frecuente, es su fuerza y su alegría.
Durante veintitrés años guarda ayuno absoluto, con excepción de un poco
de agua con sal, durante el tiempo de Adviento y Cuaresma, manteniendo
siempre, sin embargo, una notable vitalidad. Pasa horas enteras en
oración extática, y el fuego interior de su amor por el Señor, según
muchos testigos, emana en forma admirable de su cuerpo. Parece vivir
Catalina en medio de un incendio (Vita 6,37,38). Ya de estos años
proceden sus experiencias tan profundas del estado de las almas en el
purgatorio.
Este inflamado amor a Dios es el que impulsa a
Catalina a trabajar heroicamente al servicio de los pobres, y sobre todo
de los enfermos. Y otros muchos se encienden en la llama de ese mismo
amor, como el notario Ettore Vernazza, fundador en Génova de la Compañía
del Divino Amor (1497), Tommasina Fieschi o Cattaneo Marabotto, que será
su confesor. Su mismo marido, Giuliano Adorno, aceptando vivir con ella
castamente, se hace terciario franciscano, y ayuda a Catalina en el
cuidado de los enfermos hasta su muerte (1497).
Catalina, en el hospital de Pammatone, se entrega al
servicio de los enfermos en los modos más humildes y abnegados,
venciendo con su dulzura la rebeldía o la amargura de los más
desgraciados. De ese hospital es directora algunos años (1490-1496).
A partir de 1499, en plena vía unitiva, se
multiplican en Catalina los fenómenos místicos, así como los dolores
insoportables de una enfermedad que parece de origen sobrenatural.
Muere, consumada en el amor de Dios, el 15 de setiembre de 1510, a los
sesenta y tres años de edad, y su cuerpo permanece hasta hoy incorrupto.
Es canonizada por Clemente XII en 1737. Y en 1944 Pío XII la constituye
patrona secundaria de los hospitales de Italia.
Obras
Al parecer, Santa Catalina no escribió de su mano
ninguna de las obras que se le atribuyen, sino que éstas son
recopilaciones hechas por amigos y discípulos suyos.
De los años 1520-25 parece datar el códice Dx,
en el que Ettore Vernazza, según se cree, escribe o recopila al menos
los primeros escritos del Opus cateriniano.
En 1551, partiendo del Dx
y amplificando datos y recuerdos, se publica en Génova el Libro de la
Vita mirabile et Dottrina de la Beata Caterinetta da Genova, nel quale
si contiene una utile et catholica dimostratione et dichiaratione del
Purgatorio. Al parecer en esta obra se unen tres escritos
diferentes: Vita e Dottrina, que habría sido redactado por
Cattaneo Marabotto, recogiendo datos autobiográficos de Catalina, así
como sus enseñanzas y actos; Dialogo tra anima, corpo, amor proprio,
spirito, umanità e Dio; y el Trattato del Purgatorio. En la
presentación de esta edición princeps de la Obra cateriniana se
dice que ha sido «recopilada por devotos religiosos», concretamente por
«su confesor y un hijo suyo espiritual».
En 1743 un devoto de la santa publicó en Padua una
nueva edición, en la que se revisa y actualiza el texto.
El Tratado del Purgatorio
El redactor de la Vita termina su crónica
diciendo que en Catalina se veía el cielo, una criatura
celestial, «cambiada en todo, perdida en Dios»; y al mismo tiempo el
purgatorio, un corazón, consumido en el fuego del amor de Dios, en
un cuerpo «martirizado» (cp.42). En efecto, la enseñanza de Santa
Catalina sobre el purgatorio parte de una experiencia mística
verdaderamente personal. Dios le hizo padecer y entender
las penas de las almas que están el purgatorio con una
extraordinaria clarividencia.
Bibliografía
Acta Sanctorum, Septembris
V, Venezia 1770, 123-195. -Umile da Genova, L’Opus catharinianum et
ses auteurs; étude critique sur la biographie et les écrits de sainte
Catherine de Gênes, en «Revue d’Ascétique et Mystique» XVI (1935)
351-370; Id., en Dictionnaire de Spiritualité II,2, 290-325.
-Tratado del Purgatorio, Barcelona, Balmes 1946, que reproduce la
versión «traducida del francés por un presbítero de Reus», publicada en
el libro Vida de Santa Catalina de Génova, Barcelona 1852.
-Cassiano Carpaneto da Langasco, Sommersa nella fontana dell’amore.
Santa Caterina Fieschi Adorno: I, La vita; II, Le opere,
Marietti 1987.
La presente traducción
La antigua traducción aludida del «presbítero de
Reus», aunque tiene buena calidad espiritual, es demasiado libre.
Carpaneto (II,94-121) ofrece en su edición dos
versiones, en paralelo, del Tratado del Purgatorio. La primera es
el texto del códice Dx, datado hacia 1520-25, que es el texto más
antiguo, el más próximo, pues, a Santa Catalina. Su italiano tosco y
descarnado es conmovedor, pues parece reflejar todavía los esfuerzos de
la mística genovesa para expresar sus altas visiones; pero resulta a
veces de difícil interpretación, y de más difícil traducción. La segunda
versión es la del texto de la edición paduana de 1743, mucho más
correcta con sus ampliaciones y perífrasis, pero escasamente fiable.
Yo por mi parte, al realizar la presente traducción
del Trattato del Purgatorio, he preferido atenerme normalmente al
códice Dx. Y sólamente me he refugiado en la versión de 1743 cuando no
he hallado modo de traducir con seguridad el códice primero.
En el texto que sigue los subtítulos son míos, y los
números que van dividiendo el escrito son los de la edición de 1743.
Culpa y pena
Una última observación antes de comenzar la lectura
del Tratado del Purgatorio. Santa Catalina da en él por conocidos
los conceptos de culpa y de penas, y no los explica.
Anticiparé, pues, yo aquí por mi cuenta una breve explicación, que más
abajo veremos también enseñada por el Catecismo de la Iglesia
(1472-1473).
En todo pecado hay una culpa que hace caer
sobre el pecador dos penas: una pena ontológica, es decir,
una consecuencia dejada por el pecado como huella negativa en el alma y
el cuerpo del pecador, y una pena jurídica, por la que por
justicia se hace acreedor a un castigo. Los hombres, en efecto, al pecar
contraemos muchas culpas, y atraemos sobre nosotros muchas penas
ontológicas, al mismo tiempo que nos hacemos merecedores de no pocas
penas jurídicas, castigos que nos vendrán impuestos por Dios, por el
confesor, por el prójimo o por nosotros mismos en la mortificación
penitencial.
El bautismo quita del hombre toda culpa y toda
pena jurídica, pero no elimina la pena ontológica (p.ej., un borracho
lujurioso, bautizado, sigue con su dolencia hepática y venérea). La
penitencia, sea en la ascesis o en el sacramento, borra del
cristiano toda culpa, pero no necesariamente toda pena, ontológica o
jurídica; por eso el ministro impone al penitente una pena, un castigo
jurídico, procurando que éste tenga también sentido medicinal; es decir,
que venga a sanar la pena ontológica, las malas huellas dejadas en la
persona por los pecados cometidos.
Pues bien, según esto, el alma que está en el
purgatorio ha sido ya liberada de sus culpas, pero como de ellas
no hizo en la tierra una penitencia suficiente, debe padecer ahora la
pena del purgatorio, que elimine en su ser «toda herrumbre o mancha de
pecado», disponiéndole así para la perfecta y beatífica unión con Dios.
Imaginemos un enamorado, que aunque desea de todo
corazón unirse con su amada, viéndose a sí mismo lleno de miserias en el
alma y en el cuerpo, en forma alguna quiere realizar su unión conyugal
en tanto no recupere una salud perfecta que le haga digno de ella. La
misma fuerza del amor le lleva, pues, sin vacilar, a someterse en una
clínica a tratamientos muy severos y dolorosos, psíquicos y somáticos,
con tal de librarse cuanto antes de todas las miserias personales que
hacen la unión indigna e imposible. Pues bien, después de la muerte, el
alma enamorada de Dios, que todavía ve en sí muchas miserias no
purificadas, siente la necesidad del purificatorio, y a él se
somete, agradecida a la misericordia divina, para disponerse cuanto
antes a la perfecta unión con el Señor.
Tratado del Purgatorio
Cómo Santa Catalina, por comparación con el fuego
divino que sentía en su corazón y que purificaba su alma, veía
interiormente y comprendía cómo están las almas en el purgatorio, para
purificarse antes de poder ser presentadas ante Dios en la vida
celestial [Capítulo 41 del Ms. Dx].
Experiencia del purgatorio en la tierra
1. Esta alma santa, viviendo todavía en la carne, se
encontraba puesta en el purgatorio del fuego del divino Amor, que la
quemaba entera y la purificaba de cuanto en ella había para purificar, a
fin de que, pasando de esta vida, pudiese ser presentada ante la
presencia de su dulce Dios Amor. Y comprendía en su alma, por medio de
este fuego amoroso, cómo estaban las almas de los fieles en el lugar del
purgatorio para purgar toda herrumbre y mancha de pecado, que en esta
vida no hubiesen purgado.
Y así como ella, puesta en el purgatorio amoroso del
fuego divino, estaba unida a ese divino Amor, y contenta de todo aquello
que Él en ella operaba, así entendía acerca de las almas que están en el
purgatorio.
Almas ajenas a todo, absortas en el amor de Dios
2. Y decía: Las almas que están en el purgatorio,
según me parece entender, no pueden tener otra elección que estar en
aquel lugar; y esto es por la ordenación de Dios, que ha hecho esto
justamente.
Ellas, reflexionando sobre sí mismas, no pueden
decir: «Yo, cometiendo tales y tales pecados, he merecido estar aquí».
Ni pueden decir: «No quisiera yo haberlos cometido, pues ahora estaría
en el Paraíso». Y tampoco pueden decirse: «Aquéllas salen del purgatorio
antes que yo», o bien «yo saldré antes de aquél».
Y es que no pueden tener memoria alguna, en bien o en
mal, ni de sí ni de otros, sino que, por el contrario, tienen un
contento tan grande de estar cumpliendo la ordenación de Dios, y de que
Él obre en ellas todo lo que quiera y como quiera, que no pueden pensar
nada de sus cosas. Lo único que ven es la operación de la bondad divina,
que tiene tanta misericordia del hombre para conducirlo hacia Sí; y nada
reparan en sí mismas, ni de penas ni de bienes. Si en ello pudieran
fijarse, no estarían viviendo en la pura caridad.
Por lo demás, tampoco pueden ver a sus compañeras que
allí penan por sus propios pecados. Están lejos de ocuparse en esos
pensamientos. Eso sería una imperfección activa, que no puede darse en
aquel lugar, donde los pecados actuales no son ya posibles.
La causa del purgatorio que sufren la conocieron de
una sola vez, al partir de esta vida; y después ya no piensan más en
ella, pues otra cosa sería un apego de propiedad desordenada.
3. Estas almas, viviendo en la caridad, y no pudiendo
desviarse de ella con defectos actuales, por eso ya no pueden querer ni
desear otra cosa que el puro querer de la caridad. Estando en aquel
fuego purgatorio, están en la ordenación divina, que es la pura caridad,
y ya no pueden desviarse de ella en nada, pues ya no pueden actualmente
ni pecar ni merecer.
Contentas de adelantar en la purificación
4. No creo que sea posible encontrar un contento
comparable al de un alma del purgatorio, como no sea en el que tienen
los santos en el Paraíso. Y este contentamiento crece cada día por el
influjo de Dios en esas almas; es decir, aumentado más y más a medida
que se van consumiendo los impedimentos que se oponen a ese influjo.
La herrumbre del pecado es impedimento, y el fuego lo
va consumiendo. Así es como el alma se va abriendo cada vez más al
divino influjo. Si una cosa que está cubierta no puede corresponder a la
reverberación del sol -no por defecto del sol, que continuamente
ilumina, sino por la cobertura que se le opone-, eliminada la cobertura,
queda la cosa descubierta al sol. Y tanto más corresponderá a la
irradiación luminosa, cuanto más se haya eliminado la cobertura.
Pues así sucede con la herrumbre del pecado, que es
como la cobertura de las almas. En el purgatorio se va consumiendo por
el fuego, y cuanto más se consuma, tanto más puede recibir la
iluminación del sol verdadero, que es Dios. Y tanto crece el contento,
cuanto más falta la herrumbre, y se descubre el alma al divino rayo. Lo
uno crece y lo otro disminuye, hasta que se termine el tiempo. Y no es
que vaya disminuyendo la pena; lo que disminuye es el tiempo de estar
sufriéndola.
Y por lo que se refiere a la voluntad de esta alma,
jamás ella podrá decir que aquellas penas son penas; hasta tal punto
está conforme con la ordenación de Dios, con la cual esa voluntad se une
en pura caridad.
Son penas indecibles
5. A pesar de lo dicho, sufren estas almas unas penas
tan extremas, que no hay lengua capaz de expresarlas, ni entendimiento
alguno las puede comprender mínimamente, a no ser que Dios lo mostrase
por una gracia especial. Yo creo que a mí la gracia de Dios me lo ha
mostrado, aunque después no sea yo capaz de expresarlo. Y esta visión
que me mostró el Señor nunca más se ha apartado de mi mente. Trataré de
explicarlo como pueda, y me entenderán aquéllos a quienes el Señor se lo
dé a entender.
Penas causadas por los pecados
6. El fundamento de todas las penas es el pecado, sea
el original o los actuales. Dios ha creado el alma pura, simple, limpia
de toda mancha de pecado, con un cierto instinto que le lleva a buscar
en Él la felicidad. Pero el pecado original le aleja de esa inclinación,
y más aún cuando se le añaden los pecados actuales. Y cuanto más se
desvía así de Dios, se va haciendo más maligna, y menos se le comunica
Dios.
Son penas de amor
Toda la bondad que pueda haber en el hombre es por
participación de Dios. Él se comunica a las criaturas irracionales,
según su voluntad y ordenación, y nunca les falta. En cambio, al alma
racional se le comunica más o menos, según la halla purificada del
impedimento del pecado.
Por eso, cuando un alma se aproxima al estado de su
primera creación, pura y limpia, aquel instinto beatífico hacia Dios se
le va descubriendo, y se le acrecienta con tanto ímpetu y con tan
vehemente fuego de caridad -el cual la impulsa hacia su último fin- que
le parece algo imposible ser impedida. Y cuanto más contempla ese fin,
tanto más extrema le resulta la pena.
7. Siendo esto así, como las almas del purgatorio no
tienen culpa de pecado alguno, no existe entre ellas y Dios otro
impedimento que la pena del pecado, la cual retarda aquel instinto, y no
le deja llegar a perfección. Pues bien, viendo las almas con absoluta
certeza cuánto importen hasta los más mínimos impedimentos, y
entendiendo que a causa de ellos necesariamente se ve retardado con toda
justicia aquel impulso, de aquí les nace un fuego tan extremo, que viene
a ser semejante al del infierno, pero sin la culpa. Ésta es, la culpa,
la que hace maligna la voluntad de los condenados al infierno, a los
cuales Dios no se comunica con su bondad. Y por eso ellos permanecen en
aquella desesperada voluntad maligna, contrarios a la voluntad de Dios.
Infierno
8. Aquí se ve claramente que la voluntad perversa
enfrentada contra la voluntad de Dios es la que constituye la culpa y,
perseverando esa mala voluntad, persevera la culpa.
Los que están en el infierno han salido de esta vida
con la mala voluntad, y por eso su culpa no ha sido perdonada, ni puede
ya serlo, pues una vez salidos de esta vida, ya no puede cambiarse su
voluntad. En efecto, al salir de esta vida el alma queda fija en el bien
o en el mal, según se encuentra entonces su libre voluntad. Está
escrito, Ubi te invenero, es decir, en la hora de la muerte,
según haya voluntad de pecado o arrepentimiento del pecado, ibi te
iudicabo [donde te encuentre, allí te juzgaré; cf. aprox.
Eclesiastés 11,3]. Este juicio es irrevocable, pues más allá de la
muerte ya no hay posibilidad de cambiar la posición de la libertad, que
ha quedado fijada tal como se hallaba en el momento de la muerte.
Los del infierno, habiendo sido hallados en el
momento de la muerte con voluntad de pecado, tienen consigo
infinitamente la culpa, y también la pena. Y la pena que tienen no es
tanta como merecerían, pero en todo caso es pena sin fin. Los del
purgatorio, en cambio, tienen solo la pena, pero como están ya sin
culpa, pues les fue cancelada por el arrepentimiento, tienen una pena
finita, y que con el paso del tiempo va disminuyendo, como ya he dicho.
¡Oh, miseria mayor que toda otra miseria, tanto mayor
cuanto más ignorada por la humana ceguera!
Penas moderadas por la misericordia de Dios
9. La pena de los condenados no es ya infinita en la
cantidad, ya que la dulce bondad de Dios hace llegar el rayo de su
misericordia hasta el infierno. Es cierto que el hombre, muerto en
pecado mortal, merece pena infinita, y padecerla en tiempo infinito.
Pero la misericordia de Dios ha hecho que sólo sea infinito el tiempo de
la pena, y ha limitado la pena en la cantidad. Podría sin duda haberles
aplicado una pena mayor que aquella que les ha dado.
¡Oh, qué peligroso es el pecado hecho con malicia! El
hombre difícilmente se arrepiente de él, y no arrepintiéndose de él,
permanece en la culpa. Y persevera el hombre en la culpa en tanto
persiste en la voluntad del pecado cometido o de cometerlo.
Conformidad en el purgatorio con la voluntad de Dios
10. En cambio, las almas del purgatorio tienen su
voluntad totalmente conforme con la voluntad de Dios. Por eso Dios, a
esa voluntad conforme, corresponde con su bondad, y ellas permanecen
contentas, en cuanto a la voluntad, ya que es purificada del pecado
original y actual.
Y en cuanto a la culpa, aquellas almas permanecen tan
puras como cuando Dios las creó, ya que han salido de esta vida
arrepentidas de todos los pecados cometidos, y con voluntad de nunca más
cometerlos. Con este arrepentimiento, Dios perdona inmediatamente la
culpa, y así no les queda sino la herrumbre y la deformidad del pecado,
las cuales se purifican después en el fuego con la pena.
Y así, purificadas de toda culpa y unidas a Dios por
la voluntad, estas almas ven a Dios claramente, según el grado en que Él
se les manifiesta; y ven también cuánto importa gozar de Dios, y
entienden que las almas han sido creadas para este fin. Esta conformidad
atrae el alma hacia Dios por instinto natural con tal fuerza, que no
pueden expresarse razones, ni figuras o ejemplos que sean suficientes
para decirlo, tal como la mente siente en efecto y comprende por
sentimiento interior.
No obstante, yo intentaré con un ejemplo expresar
algo de lo que mi mente entiende.
El ejemplo del pan único
11. Imaginemos que en todo el mundo no hubiera sino
un solo pan; supongamos que con él hubiese de quitarse el hambre a todos
los hombres, y que éstos, sólamente con verlo, quedaran saciados. Pues
bien, habiendo el hombre por naturaleza, cuando está sano, instinto de
comer, si no comiese, y no pudiese enfermar ni morir, tendría cada vez
más hambre; pues el instinto de comer nunca se le quita. Y si el hombre
supiera entonces que sólo aquel pan puede saciarle, al no tenerlo, no
podría quitársele el hambre.
Y esto es el infierno que sienten los que tienen
hambre, ya que cuanto más se acercan a este pan sin poder verlo, tanto
más se les enciende el deseo natural; pues éste, por instinto, se dirige
a este pan en el que consiste todo su contentamiento. Y si estuviese
cierto de no ver más ese pan, en eso consistiría el infierno que tienen
todas las almas condenadas, privadas de toda esperanza de nunca jamás
ver ese pan, que es el verdadero Dios Salvador.
Las almas del purgatorio, en cambio, padecen esa
hambre, porque no ven el pan que podría saciarles, pero tienen la
esperanza de verlo y de saciarse de él completamente; y así padecen
tanta pena cuando de ese pan no pueden saciarse.
El alma que se va al infierno
12. Otra cosa que veo claramente es que así como el
espíritu limpio y puro no encuentra otro lugar sino Dios para su reposo,
pues para ello ha sido creado, del mismo modo el alma en pecado no tiene
para sí otro lugar que el infierno, que Dios le ha asignado como su
lugar propio. Por eso, en el instante en que el espíritu se separa de
Dios, el alma va a su lugar correspondiente, sin otra guía que la que
tiene la naturaleza del pecado. Y esto sucede cuando el alma sale
del cuerpo en pecado mortal.
Y si el alma en aquel momento no encontrara aquella
ordenación que procede de la justicia de Dios, sufriría un infierno
mayor de lo que el infierno es, por hallarse fuera de aquella ordenación
que participa de la misericordia divina, que no da al alma tanta pena
como merece. Y por eso, no hallando lugar más conveniente, ni de menores
males para ella, se arrojaría allí dentro, como a su lugar propio.
El alma que se va al purgatorio
13. Así sucede por lo que se refiere al purgatorio.
El alma separada del cuerpo, cuando no se halla en aquella pureza en la
que fue creada, viéndose con tal impedimento, que no puede quitarse sino
por medio del purgatorio, al punto se arroja en él, y con toda voluntad.
Y si no encontrase tal ordenación capaz de quitarle
ese impedimento, en aquel instante se le formaría un infierno peor de lo
que es el purgatorio, viendo ella que no podía unirse, por aquel
impedimento, a Dios, su fin. Este fin le importa tanto que, en
comparación de él, el purgatorio le parece nada, aunque ya se ha dicho
que se parece al infierno.
El alma que se va al cielo
Y todavía he de decir que, según veo, el paraíso no
tiene por parte de Dios ninguna puerta, sino que allí entra quien allí
quiere entrar, porque Dios es todo misericordia, y se vuelve a nosotros
con los brazos abiertos para recibirnos en su gloria.
Y veo también perfectamente que aquella divina
esencia es de tal pureza y claridad, mucho más de lo que el hombre pueda
imaginar, que el alma que en sí tuviera una imperfección que fuera como
una mota de polvo, se arrojaría al punto en mil infiernos, antes de
encontrarse ante la presencia divina con aquella mancha mínima.
Y entendiendo que el purgatorio está precisamente
dispuesto para quitar esa mancha, allí se arrojaría, como ya he dicho,
pareciéndole hallar una gran misericordia, capaz de quitarle ese
impedimento.
Importancia del purgatorio
15. La importancia que tiene el purgatorio es algo
que ni lengua humana puede expresar, ni la mente comprender. Yo veo en
él tanta pena como en el infierno. Y veo, sin embargo, que el alma que
se sintiese con tal mancha, lo recibiría como una misericordia, como ya
he dicho, no teniéndolo en nada, en cierto sentido, en comparación de
aquella mancha que le impide unirse a su amor.
Me parece ver que la pena de las almas del purgatorio
consiste más en que ven en sí algo que desagrada a Dios, y que lo han
hecho voluntariamente, contra tanta bondad de Dios, que en cualesquieras
otras penas que allí puedan encontrarse. Y digo esto porque, estando
ellas en gracia, ven la verdadera importancia del impedimento que no les
deja acercarse a Dios.
Conocimientos inexpresables
16. Y así me ratifico en esto que he podido
comprender incluso en esta vida, la cual me parece de tanta pobreza que
toda visión de aquí abajo, toda palabra, todo sentimiento, toda
imaginación, toda justicia, toda verdad, me parece más mentira que
verdad. Y de cuanto he logrado decir me quedo yo más confusa que
satisfecha. Pero si no me expreso en términos mejores, es porque no los
encuentro.
Todo lo que aquí se ha dicho, en comparación de lo
que capta la mente, es nada. Yo veo una conformidad tan grande de
Dios con el alma, que, cuando Él la ve en aquella pureza en que la creó,
le da en cierto modo atractivo un amor fogoso, que es suficiente para
aniquilarla, aunque ella sea inmortal. Y esto hace que el alma de tal
manera se transforme en el Dios suyo, que no parece sino que sea Dios.
Él continuamente la va atrayendo y encendiendo en su
fuego, y no le deja ya nunca, hasta que le haya conducido a aquel su
primigenio ser, es decir, a aquella perfecta pureza en la que fue
creada.
El tormento de un amor retardado
17. Cuando el alma, por visión interior, se ve así
atraída por Dios con tanto fuego de amor, que redunda en su mente, se
siente toda derretir en el calor de aquel amor fogoso de su dulce Dios.
Y ve que Dios, sólamente por puro amor, nunca deja de atraerla y
llevarla a su total perfección.
Cuando el alma ve esto, mostrándoselo Dios con su
luz; cuando encuentra en sí misma aquel impedimento que no le deja
seguir aquella atracción, aquella mirada unitiva que Dios le ha dirigido
para atraerla; y cuando, con aquella luz que le hace ver lo que importa,
se ve retardada para poder seguir la fuerza atractiva de aquella mirada
unitiva, se genera en ella la pena que sufren los que están en el
purgatorio.
Y no es que hagan consideración de su pena, aunque en
realidad sea grandísima, sino que estiman sobre todo la oposición que en
sí encuentran contra la voluntad de Dios, al que ven claramente
encendido de un extremado y puro amor hacia ellos. Él les atrae tan
fuertemente con aquella su mirada unitiva, como si no tuviera otra cosa
que hacer sino esto.
Por eso el alma que esto ve, si hallase otro
purgatorio mayor que el purgatorio, para poder quitarse más pronto aquel
impedimento, allí se lanzaría dentro, por el ímpetu de aquel amor que
hace conformes a Dios y al alma.
Amor divino que purifica y aniquila
18. Y veo más todavía. Veo proceder de aquel amor
divino hacia el alma ciertos rayos y fulguraciones ígneas, tan
penetrantes y tan fuertes, que parecieran ser capaces de aniquilar no
sólo el cuerpo, sino también el alma, si esto fuera posible.
Dos operaciones realizan estos tales rayos en el
alma: primero la purifican, y segundo la aniquilan.
Sucede en esto como con el oro que, cuanto más lo
funden, de mejor calidad resulta; y tanto podría ser fundido, que
llegara a verse aniquilado en toda su perfección. Éste es el efecto del
fuego en las cosas materiales. El alma, en cambio, no puede ser
aniquilada en Dios, pero sí en ella misma; y cuanto más sea purificada,
tanto más viene a ser aniquilada en sí misma, mientras que permanece en
Dios como alma purificada.
El oro, cuando es purificado hasta los veinticuatro
quilates, ya después no se consuma más, por mucho fuego que le apliquen,
pues no puede consumarse sino la imperfección de ese oro. Así es, pues,
como obra en el alma el fuego divino. Dios le aplica tanto fuego, que
consuma en ella toda imperfección y la conduce a la perfección de
veinticuatro quilates -cada uno en su grado de perfección-.
Y cuando el alma está purificada, permanece toda en
Dios, sin nada propio en sí misma, ya que la purificación del alma
consiste precisamente en la privación de nosotros en nosotros. Nuestro
ser está ya en Dios. El cual, cuando ha conducido a Sí mismo el alma de
este modo purificada, la deja ya impasible, pues no queda ya en ella
nada por consumar.
Y si entonces fuese esta alma purificada mantenida al
fuego, no le sería ya penoso, sino que sólo vendría a ser para ella
fuego de divino amor, que le daría vida eterna, sin contrariedad alguna,
como las almas bienaventuradas, pero ya en esta vida, si esto fuera
posible estando en el cuerpo. Aunque no creo que nunca Dios tenga en la
tierra almas que estén así, como no sea para realizar alguna gran obra
divina.
Purificación pasiva última, obra de Dios
19. El alma ha sido creada con toda la perfección de
que ella era capaz, viviendo según la ordenación de Dios, sin
contaminarse de mancha alguna de pecado. Pero una vez que ella se ha
contaminado por el pecado original, y después por los pecados actuales,
pierde sus dones y la gracia, queda muerta, y no puede ser resucitada
sino por Dios.
Ya resucitada por el bautismo, queda en ella la mala
inclinación, que la inclina y conduce, si ella no se resiste, al pecado
actual, y vuelve así a morir.
Dios vuelve a resucitarla con otra gracia especial,
pero ella queda tan ensuciada y convertida hacia sí misma, que para
volverla a su primer estado, a aquel en el que Dios la creó, serán
precisas todas estas operaciones divinas, sin las que el alma nunca
podría volver a la perfección del estado primero, en el que Dios la
creó.
Y cuando esta alma se halla en trance de recuperar su
primer estado, es tal la inflamación de su deseo para transformarse en
Dios, que ése es su purgatorio. Y no es que ella vea el purgatorio como
purgatorio, sino que aquella inclinación encendida e impedida es lo que
resulta para ella purgatorio.
Este último estado del amor es el que hace esta obra
sin el hombre, porque se encuentran en el alma tantas imperfecciones
ocultas, que si el hombre las viese, se hundiría en la desesperación.
Pero este último estado del amor las va consumando todas, y Dios le
muestra ésta su operación divina, la cual es la que causa en ella aquel
fuego de amor que le va consumando todas aquellas imperfecciones que
deben ser eliminadas.
Imperfección congénita de todo lo humano
20. Aquello que el hombre juzga como perfección, ante
Dios es deficiencia. En efecto, todas aquellas cosas que el hombre
realiza, según como él las ve, las siente, las entiende y las quiere,
incluso aquéllas que tienen apariencia de perfección, todas ellas están
manchadas. Para que esas obras sean completamente perfectas, es
necesario que dichas operaciones sean realizadas en nosotros sin
nosotros, y que la operación divina sea en Dios sin el hombre.
Y éstas tales operaciones son aquéllas que Dios, Él
solo, hace en esa última operación del amor puro y limpio. Y son estas
obras para el alma tan penetrantes e inflamadas que el cuerpo, que está
con ella, parece que está enrrabiado, como si estuviese puesto en un
gran fuego, que no le dejase nunca estar tranquilo, hasta la muerte.
A la vez, gran gozo y gran dolor
Verdad es que el amor de Dios, que redunda en el
alma, según entiendo, le da un gozo tan grande que no se puede expresar;
pero este contentamiento, al menos a las almas que están en el
purgatorio, no les quita su parte de pena. Y es aquel amor, que está
como retardado, el que causa esa pena; una pena que es tanto más cruel
cuanto es más perfecto el amor de que Dios la hace capaz. Así pues,
gozan las almas del purgatorio de un contento grandísimo, y sufren al
mismo tiempo una grandísima pena; y una cosa no impide la otra.
Hasta el último céntimo
21. Si las almas del purgatorio pudieran purificarse
por la sola contrición, en un instante pagarían la totalidad de su
deuda. En efecto, el ímpetu de su contrición es grande, por la clara luz
que les hace ver la importancia de aquel impedimento. Pero éste ha de
ser pagado íntegramente, y Dios no lo condona ni en una mínima parte,
pues así viene exigido por su justicia.
Olvidadas de sí, abandonadas en Dios
Por parte del alma, ésta no tiene ya elección propia,
y ya no alcanza a ver sino lo que Dios quiere; y no quiere tampoco ver
más, sino lo que así está establecido.
22. Y esas almas, si los que están en el mundo
ofrecen alguna limosna para que disminuya el tiempo de su prueba, no
están en condiciones de volverse hacia ellas con afecto, sino que dejan
en todo hacer a Dios, el cual responde como quiere. Si ellas pudieran
volverse, esto sería un apego desordenado, que les quitaría del querer
divino, lo que para ellas sería un infierno.
Están, pues, las almas del purgatorio completamente
abandonadas a todo lo que Dios les dé, sea de gozo o de pena; y ya nunca
más pueden volverse hacia sí mismas, tan profundamente están las almas
transformadas en la voluntad de Dios, y lo que ésta disponga eso es lo
que les contenta.
Toda la pena que sea precisa
23. Y si fuera presentada ante Dios un alma que aún
tuviera una hora por purgar, se le infligiría con ello un gran daño,
todavía más cruel que el purgatorio, pues no podría soportar aquella
suprema justicia y suma bondad. Y además sería algo inconveniente por
parte de Dios.
Esta pena intolerable afligiría al alma cuando viese
que la satisfacción suya ofrecida a Dios no era plena, aunque sólo le
faltara un abrir y cerrar de ojos de purgación. En efecto, antes que
estar en la presencia de Dios no del todo purificada, preferiría
arrojarse al instante en mil infiernos, si pudiera tomar esta elección.
Miseria de la ceguera humana ante estas verdades
24. Ahora que veo claramente estas cosas en la luz
divina, me vienen ganas de gritar con un grito tan fuerte, que pudiera
espantar a todos los hombres del mundo, diciéndoles: ¡Oh, miserables!
¿por qué os dejáis cegar así por las cosas de este mundo, que para una
necesidad tan importante, como en la que os habéis de encontrar, no
tomáis previsión alguna? Estáis todos amparados bajo la esperanza de la
misericordia de Dios, que ya dije es tan grande; pero ¿no véis que tanta
bondad de Dios va a seros juicio, por haber actuado contra su voluntad?
Su bondad debería obligaros a hacer todo lo que Él quiere, pero no debe
daros la esperanza de cometer el mal impunemente. La justicia de Dios no
puede fallar, y es preciso que sea satisfecha de un modo u otro
plenamente.
No te confíes, pues, diciendo: yo me confesaré y
conseguiré después la indulgencia plenaria, y al momento me veré
purificado de todos mis pecados. Piensa que esta confesión y contrición,
que es precisa para recibir la indulgencia plenaria, es cosa tan difícil
de conseguir que, si lo supieras, tú temblarías con gran temor, y
estarías más cierto de no tenerla que de poderla conseguir.
Paz y gozo en la purificación
25. Yo veo que las almas del purgatorio entienden
estar sujetas a dos operaciones. La primera es que padecen
voluntariamente aquellas penas, conscientes de que Dios ha tenido con
ellas mucha misericordia, teniendo en cuenta lo que merecían, siendo
Dios quien es. Si su inmensa bondad no atemperase con la misericordia la
justicia, que se satisface con la sangre de Jesucristo, un solo pecado
hubiera merecido mil infiernos perpetuos. Y por eso padecen esa pena con
tanto voluntad, que no quisieran les fuera reducida ni en un gramo, tan
convencidos están de que la merecen justamente, y de que está bien
dispuesta. Así que, en cuanto a la voluntad, tanto se pueden quejar de
Dios como si estuvieran en la vida eterna.
La otra operación es la del gozo que experimentan al
ver la ordenación de Dios, dispuesta con tanto amor y misericordia hacia
las almas. Y estas dos visiones las imprime Dios en aquellas mentes en
un instante. Ellas, como están en gracia, pueden entenderlas según su
capacidad; y ello les da un gran contentamiento que no viene a faltarles
nunca, sino que va acrecentándose a medida que se acercan a Dios.
Y estas visiones no las tienen las almas en sí
mismas, ni por sus propias fuerzas, sino que las ven en Dios, en el cual
tienen su atención mucho más fija que en las penas que están padeciendo,
y de las que no hacen mayor caso. Y la razón es que por mínima que sea
la visión que se tenga de Dios, ella excede a toda pena o gozo que el
hombre pueda captar; y aunque exceda, no le quita sin embargo nada en
absoluto de ese contentamiento.
Yo vivo en la tierra el purgatorio
26. Esta forma purificativa que veo en las almas del
purgatorio, es la misma que estoy sintiendo yo en mi mente, sobre todo
desde hace dos años; y cada día la siento, y cada vez más claramente.
Veo que mi alma está en su cuerpo como en un purgatorio, de modo
semejante al verdadero purgatorio, en la medida, sin embargo, en que el
cuerpo lo pueda soportar sin morir; y esto siempre va creciendo hasta la
muerte.
Yo veo al espíritu abstraído de todas aquellas cosas,
incluso de las espirituales, que le podrían dar alimento, como sería
alegría y consolación. Y es que ya no está en disposición de gustar
alguna cosa espiritual, ni por voluntad, ni por inteligencia, ni por
memoria, de modo que pueda decir: «me da más contento esto que aquello
otro».
Ayuno en el interior
Mi interior se encuentra de
tal modo asediado, que todas aquellas cosas que mantenían la vida
espiritual y corporal le han sido quitadas poco a poco. Al serle
quitadas ha conocido que no eran sino unas ayudas, y al reconocerlas
como tales, de tal modo las va menospreciando que todas ellas se van
desvaneciendo, sin que nada las retenga. Y es que el espíritu tiene ya
en sí el instinto de quitar todo lo que pueda impedir su perfección, y
está dispuesto a obrar con tal crueldad que se dejaría poner en el
infierno con tal de conseguir su intento.
Y así va quitándole al hombre interior todas las
cosas que podrían alimentarle, y lo asedia tan sutilmente que no le deja
pasar la más mínima imperfección, sin que al punto sea descubierta y
aborrecida.
Y ese mismo asedio hace que mi espíritu tampoco pueda
soportar que aquellas personas que me son próximas, y que van al parecer
hacia la perfección, se sustenten en criatura alguna. Cuando los veo
cebados en cosas que yo he menospreciado ya, no puedo sino apartarme
para no verlo, y más aún cuando son personas especialmente próximas a
mí.
Ayuno en el exterior
28. El hombre exterior, por su parte, se ve tan
desasistido por el espíritu, que ya no encuentra cosa sobre la tierra
que pueda recrearle, según su instinto humano. Ya no le queda otra
confortación que Dios, que va obrando todo esto por amor y con gran
misericordia para satisfacer su justicia. Y entender que esto es así le
da una gran alegría y una gran paz.
Sin embargo, no por esto sale de su prisión, ni
tampoco lo intenta, hasta que Dios haga lo que sea necesario. Su alegría
está en que Dios esté satisfecho, y nada le sería más penoso que salir
fuera de la ordenación de Dios, tan justa la ve, y tan misericordiosa.
Todas estas cosas las veo y las toco, pero no sé
encontrar las palabras convenientes para expresar lo que querría decir.
Lo que yo he dicho, lo siento obrar dentro de mí espiritualmente.
Mundo-cárcel, cuerpo-cadena
29. La prisión en la cual me parece estar es el
mundo, y la cadena que a él me sujeta es el cuerpo. Y el alma, iluminada
por la gracia, es la que conoce la importancia de estar privado, o al
menos retardado, por algún impedimento que no le permite conseguir su
fin. Ella es tan delicada, y recibe ciertamente tal dignidad de Dios por
la gracia, que viene a hacerse semejante y participante de Él, que la
hace una cosa consigo por la participación de su bondad.
Y así como es imposible que venga Dios a sufrir
alguna pena, así les sucede a aquellas almas que se aproximan a Él, y
tanto más cuanto más se le aproximan, pues más participan de sus
propiedades. Ahora bien, el retardo que el alma sufre le causa una pena,
y esta pena y retardo le hacen disconforme de aquella propiedad que ella
tiene por naturaleza.
Y no pudiendo gozar de ella, siendo de ella capaz,
sufre una pena tan grande cuanto en ella es grande el conocimiento y el
amor de Dios. Y cuanto está más sin pecado, más le conoce y estima, y el
impedimento se hace más cruel, sobre todo porque el alma permanece toda
ella recogida en Dios y, al no tener ningún impedimento externo, conoce
sin error.
La santa ordenación de Dios
30. Así como el hombre que se deja matar antes que
ofender a Dios, siente el morir y le da sufrimiento, pero la luz de Dios
le da un celo seguro que le hace estimar el honor de Dios más que la
muerte corporal; así el alma que conoce la ordenación de Dios, tiene más
en cuenta esa ordenación que todos los tormentos, por terribles que
puedan ser, interiores o exteriores. Y esto es así porque Dios, por el
que se hacen estas obras, excede a toda cosa que pueda imaginarse o
sentirse.
Todas estas cosas que he ido exponiendo, el alma no
las ve, ni de ellas habla, ni conoce de ellas con propiedad o daño; sino
que las conoce en un instante, y no las ve en sí misma, porque aquella
atención que Dios le da de sí mismo, por pequeña que sea, de tal modo
absorbe al alma que excede a todas las cosas, de las que ya no hace
caso.
En fin, Dios hace perder aquello que es del hombre, y
en el purgatorio lo purifica.
Síntesis de la doctrina de Santa Catalina.
1.- En la muerte, al verse el alma separada del
cuerpo, se arroja allí donde le corresponde estar: cielo,
infierno o purgatorio. Concretamente, si todavía queda en ella algo que
purificar, experimenta la necesidad del purgatorio, es decir, del
purificatorio.
2.- Al purgatorio va el alma que carece ya de
culpa, pero que todavía no ha eliminado totalmente las huellas malas
dejadas en su ser por el pecado. Éstas, al no estar suficientemente
borradas en esta vida por la penitencia, constituyen la pena
temporal que debe ser purgada, pues son el impedimento que
retarda, que hace aún imposible, la unión con Dios en el cielo.
3.- Aunque con relativa frecuencia alude Catalina a
la necesidad de que se cumpla la justicia divina, el purgatorio,
en su descripción, se manifiesta más como una exigencia ontológica
del propio ser del alma, que como una pena jurídica, merecida a
causa de los pecados.
4.- El alma pierde toda atención de sí misma o de sus
compañeras de purificación, absorta en el amor de Dios y, ajena a todo
valor de tiempo o espacio, vive abandonada a las operaciones divinas que
la van purificando. Más abajo precisaremos este punto con ayuda del
Catecismo.
5.- El fuego del amor de Dios es lo que precisamente
va consumiendo en el alma toda herrumbre o mancha de pecado. El
sufrimiento del purgatorio es, pues, ante todo la pena de daño,
mucho más que la pena de sentido, es decir, mucho más que
«cualesquiera otras penas que allí puedan encontrarse» (15b). En
efecto, lo más terrible para el alma es el desgarramiento interior
producido por un amor que, a causa de esos impedimentos aún no del todo
aniquilados, se ve retardado en el ansia de su perfecta posesión
de Dios. Y cuanta más purificación, más intenso el amor y más cruel el
dolor. Amor y dolor parecen crecer así en el purgatorio en acelerada
progresión. El purgatorio es, pues, un crescendo de amor y dolor
que conduce al cielo, a la felicidad perfecta.
6.- Hay en las almas del purgatorio un gozo
inmenso, parecido al del cielo, y un dolor inmenso, semejante al
del infierno; y el uno no quita el otro.
II CAPITULO
Purificación y purgatorio en San Juan de la Cruz
Busquemos ahora brevemente en San Juan de la Cruz
(1542-1591) posibles confirmaciones o aclaraciones de la doctrina de
Santa Catalina. Aunque el Doctor carmelita no trató directamente del
purgatorio, sin embargo, como veremos, hizo sobre él algunas
consideraciones breves del más alto interés.
Purificación y plena unión con Dios
Pocos maestros espirituales cristianos han mostrado
con tanta claridad como San Juan de la Cruz la necesidad de la
purificación del hombre, y los modos en que la gracia la
produce, hasta hacer posible la perfecta unión amorosa con Dios. Es éste
el esquema fundamental que inspira todos sus escritos (Cf. J.
Rivera - J.M. Iraburu, Síntesis de espiritualidad católica,
Pamplona, Fundación GRATIS DATE 19944,
307-337).
«Todas las afecciones [desordenadas] que tiene [la
persona] en la criatura son delante de Dios puras tinieblas, de las
cuales estando el alma vestida no tiene capacidad para ser ilustrada
y poseída de la pura y sencilla luz de Dios, si primero [con la
gracia de Cristo] no las desecha de sí» (1Subida 4,1). Por eso,
«es una suma ignorancia del alma pensar que podrá pasar a este alto
estado de unión con Dios si primero no vacía el apetito de todas las
cosas naturales y sobrenaturales que le pueden impedir» (5,2). En
efecto, estas malas afecciones no sólamente crean en el cuerpo
deformidades e indisposiciones para la plena unión con Dios, sino
también y más aún en el alma, pues son apetitos que «cansan el alma y la
atormentan y oscurecen y la ensucian y enflaquecen» (6,5).
¿Cómo en tales condiciones de alma y cuerpo podrá el
hombre ser deificado por Dios?... Ésta será la obra sanante y elevante
de la gracia de Cristo, que tan maravillosamente describe San Juan de la
Cruz en sus Noches oscuras, primero activas, después pasivas.
Purificaciones activas
La gracia de Cristo, en la ascética, al modo
humano, va transformando la persona por el ejercicio de las
virtudes (purificaciones activas). Las tres virtudes
teologales son las que, activadas por el Espíritu de Jesús, realizan
esta maravilla con el concurso del hombre:
«Las cuales tres virtudes todas hacen vacío en las
potencias: la fe en el entendimiento, vacío y oscuridad de
entender; la esperanza hace en la memoria vacío de toda posesión;
y la caridad vacío en la voluntad y desnudez de todo afecto y
gozo de todo lo que no es Dios» (2Subida 6,2). Y no es que las
almas con esto queden aleladas, desmemoriadas o volitivamente inertes,
en absoluto, «porque el espíritu de Dios las hace saber lo que
han de saber, e ignorar lo que conviene ignorar, y acordarse de
lo que se han de acordar, y olvidar lo que es de olvidar, y las hace
amar lo que han de amar y no amar lo que no es en Dios. Y así, todos
los primeros movimientos de la potencias de las tales almas son divinos;
y no hay que maravillarse de que los movimientos y operaciones de estas
potencias sean divinos, pues están transformadas en ser divino» (3Subida
2,9).
Purificaciones pasivas
Esta transformación, sin embargo, no podrá darse
plenamente hasta que el cristiano, llevado por el Espíritu, se adentre
en la vida mística. En efecto, la gracia de Cristo, en la mística, al
modo divino, va deificando la persona por los dones
del Espíritu Santo (purificaciones pasivas). Quedan todavía en
los cristianos, también en los más adelantados, no pocas miserias (1Noche
2-7). Como nos ha dicho Santa Catalina, hasta las obras de éstos que
parecen más perfectas, «todas ellas están manchadas. Y para que esas
obras sean completamente perfectas, es necesario que dichas operaciones
sean realizadas en nosotros sin nosotros (in noi sensa noi), y
que la operación divina sea en Dios sin el hombre (in Dio sensa homo)»
(20). Es la mística pasiva, cuya necesidad encarece tan vivamente San
Juan de la Cruz:
«Por más que el alma se ayude, no puede ella
activamente [al modo humano, en ejercicio de virtudes] purificarse
de manera que esté dispuesta en la menor parte para la divina
unión de perfección de amor, si Dios no toma la mano y la purifica en
aquel fuego oscuro para ella» (1Noche 3,3). «Por más que el
principiante en mortificar en sí ejercite todas estas sus acciones y
pasiones, nunca del todo ni con mucho puede [llegar a la unión],
hasta que Dios lo hace en él, habiéndose él pasivamente»
(7,5).
Purificación perfecta en esta vida
La purificación activa y pasiva del hombre, obrada
por la gracia de Cristo, puede producir en esta vida una plena
deificación, de tal modo que lleve directamente tras la muerte al
cielo. Es el caso de un San Juan de la Cruz, que poco antes de morir
dice, en seguida «estaré yo delante de Dios Nuestro Señor diciendo
maitines»... Es la obra consumada, perfecta, de la gracia sanante
y elevante. Aquéllos en los que se ha cumplido, «esos pocos que
son, por cuanto ya por el amor están purgadísimos, no entran en el
Purgatorio» (2Noche 20,5).
Es ésta, como hemos visto, la deificación plena
obrada por Dios en el hombre ya en esta vida, la cual «no es otra cosa
sino alumbrarle el entendimiento con la lumbre sobrenatural, de
manera que de entendimiento humano se haga divino unido con el divino;
y, ni más ni menos, informarle la voluntad de amor divino, de
manera que no sea voluntad menos que divina, no amando menos que
divinamente, hecha y unida en uno con la divina voluntad y amor; y la
memoria, ni más ni menos; y también las afecciones y apetitos todos
mudados y vueltos según Dios, divinamente. Y así esta alma será ya
alma del cielo celestial y más divina que humana» (2Noche
13,11).
Purgatorio
¿Pero qué ocurre cuando esta purificación deificadora
no se cumple plenamente en esta vida? Sucede que se consuma en la otra
vida, en el purgatorio, donde sólamente obra Dios en el hombre,
habiéndose éste pasivamente bajo el fuego del amor divino, que le
sigue disponiendo para la plena unión transformante del cielo.
Del purgatorio habla San Juan de la Cruz
explícitamente en varios lugares de su obra: 1Subida 4,3; 8,5; 2Noche
6,6; 7,7; 10,5; 12,1; 20,5; Llama 1,21; 1,24; 1, 29-34; 2,25 (Cf.
Urbano Barrientos, Purificación y purgatorio, Madrid,
Espiritualidad 1960). Reproduciré aquí sólamente algunos de esos textos,
y algún otro no explícito, bien porque confirman especialmente la
doctrina de Santa Catalina, bien porque implican alguna diferencia
significativa.
Coincidencias y diferencias entre Catalina y Juan
Así como Catalina, aunque está lejos de ser teóloga,
intenta describir la purificación en la otra vida, San Juan de la
Cruz trata sólamente de la purificación en esta vida, y
únicamente trata del purgatorio en varios textos muy valiosos, pero
breves y escritos al paso. La coincidencia fundamental entre ellos está
en la continuidad que afirman entre purificación en esta
vida y purgatorio en la otra. Señalo además algunos otros puntos
de acuerdo o de diferencia.
-Coincidencias
1. Purificación pasiva. Fray Juan enseña que
el hombre necesita, para la plena unión con Dios, de una última
purificación pasiva, que es aquella en la «que el alma no hace
nada, sino que Dios la obra en ella, y ella se ha como paciente» (1Subida
13,1). Catalina dice, de modo semejante, que obra Dio sensa homo,
in noi sensa noi (20; +19e). Esto que ocurre en la tierra, sucede
también en el purgatorio, si es necesario.
2. El Amor divino purifica. Según Juan, «la
misma sabiduría amorosa [de Dios] que purga los espíritus
bienaventurados, ilustrándoles [en el purgatorio], es la que aquí purga
al alma y la ilumina» (2Noche 5,1). Es la misma doctrina de
Catalina (18a, 19, 20).
3. Mientras hay imperfección. Afirma Juan que,
en los que están en el purgatorio, «el fuego no tendría en ellos
poder, aunque se les aplicase, si ellos no tuviesen imperfecciones
que padecer, que son la materia en que allí prende el fuego; la cual
acabada, no hay más que arder; como aquí, acabadas las imperfecciones,
se acaba el penar del alma y queda el gozar» (2Noche 10,5).
Catalina enseña lo mismo (18).
-Diferencias
1. Fuego material. San Juan de la Cruz enseña
que «esta oscura noche de fuego amoroso, así como a oscuras va
purgando, así a oscuras va al alma inflamando. Y echaremos de
ver también cómo, así [como] se purgan los espíritus en la otra vida con
fuego tenebroso material, en esta vida se purgan y limpian con
fuego amoroso espiritual tenebroso. Porque ésta es la diferencia,
que allá se limpian con fuego, y acá se limpian e iluminan sólo con
amor» (2Noche 12,1). Catalina, sin embargo, no habla de fuego
material en el purgatorio, aunque no parece que lo excluya («otras
penas», 15b). En todo caso, ella centra sin duda la purificación de la
otra vida en el fuego del amor divino.
2. Esperanza de salvación. San Juan afirma
que, aquí abajo, en lo más oscuro de la Noche oscura, «viene el alma a
creer que todos los bienes están acabados para siempre... Esta creencia
tan confirmada se causa en el alma de la actual aprehensión del
espíritu, que aniquila en él todo lo que a ella es contrario» (2Noche
7,6). Es el sentimiento abismal de abandono del Padre que sufre
Cristo en la cruz (Mt 27,46). Y entiende que lo mismo sucederá en la
purificación pasiva de la otra vida: «ésta es la causa por que los
que yacen en el Purgatorio padecen grandes dudas de que han de salir de
allí jamás y de que se han de acabar sus penas... Como se ven
privados de Él, puestos en miserias, paréceles que tienen muy bien
[merecido] en sí por qué ser aborrecidos y desechados de Dios con mucha
razón para siempre» (7,7). Por el contrario, Santa Catalina estima que
las almas del purgatorio tienen esperanza cierta y continua del cielo, y
«ello les da un gran contentamiento que no viene a faltarles nunca»
(25b; +11c), un contento que sólo es comparable al «que tienen los
santos en el paraíso» (4a).
Entre Catalina y Juan, San Buenaventura había
enseñado que las almas de los justos en el purgatorio «son afligidas
menos gravemente que en el infierno, y más que en este mundo, si bien no
tan gravemente que dejen de esperar un instante o ignoren que no están
en el infierno, aunque, acaso por el rigor de las penas, no adviertan
esto algunas veces» (Breviloquio VII,2,2). En efecto,
«como los que así son purificados se mantienen en gracia, la cual,
ciertamente, nunca jamás pueden perder, no cabe que sean devorados del
todo por la tristeza, ni pueden ni quieren incurrir en desesperación...,
sabiendo además con toda certeza que su estado es distinto del estado en
que se hallan quienes, sin remedio, penan atormentados en el infierno»
(VII,2,5). Es posible que San Juan de la Cruz no quisiera decir más que
esto.
3. Revelaciones privadas y razones teológicas.
Esta diferencia es importante. Fray Juan de la Cruz no trata
expresamente del purgatorio, sino que alude a él sólamente al paso,
tratando de la purificación del hombre en esta vida, y lo hace siguiendo
razones teológicas de conveniencia. Santa Catalina, por el
contrario, trata expresamente del purgatorio, y ajena completamente a
teologías, lo hace ateniéndose a revelaciones privadas que afirma
haber recibido del Señor. «Yo veo (vedo, veggio)»...
La purificación del purgatorio, dice, «es la misma
que estoy sintiendo yo en mi mente, sobre todo desde hace dos años; y
cada día la siento, y cada vez más claramente, veo que mi alma está en
su cuerpo como en un purgatorio, de modo semejante al verdadero
purgatorio» (26a; +1). Y esto, a su juicio, no se trata de una ilusión:
«Yo creo que a mí la gracia de Dios me lo ha mostrado, aunque después no
sea yo capaz de expresarlo» (5; +10, 16, 20c, 24a, 28c).
Las almas del purgatorio interceden por nosotros
En nuestro intento de precisar la doctrina de Santa
Catalina sobre el purgatorio, conviene que recordemos también que, a
diferencia de lo que ella enseña (2, 22a), es sentencia común entre
los teólogos que los fieles difuntos pueden en el purgatorio interceder
por nosotros ante Dios, pues están muy ardientes en la caridad, y
pueden conocer, quizá sólo de modo general, nuestras necesidades.
El mismo Catecismo de la Iglesia Católica enseña que nuestras
oraciones por las almas del purgatorio «puede no sólo ayudarles, sino
hacer eficaz su intercesión en nuestro favor» (958). «En la
comunión de los santos «existe entre los fieles -tanto entre quienes ya
son bienaventurados, como entre los que expían en el
purgatorio o los que peregrinan todavía en la tierra- un
constante vínculo de amor y un abundante intercambio de todos los
bienes» (Pablo VI)» (1475).
San Francisco de Sales y el «Tratado del Purgatorio»
El Tratado del Purgatorio ha tenido siempre
muchos admiradores. En una de las etapas del proceso de canonización de
Catalina, bajo el pontificado de Inocencio XI (1676-1689), sus escritos
son revisados y aprobados por la Sagrada Congregación de Ritos.
El consultor que presenta el informe, aun reconociendo que en sus
páginas «se encuentran algunas cosas oscuras», declara finalmente que su
doctrina espiritual, «habiéndole sido evidentemente dictada por el
Espíritu Santo... bastaría, en defecto de otras pruebas, para establecer
incontestablemente su santidad».
Uno de los mayores admiradores del Tratado del
Purgatorio ha sido, sin duda, el Doctor de la Iglesia San Francisco
de Sales (1567-1622), que hubo de mantener con protestantes,
precisamente acerca del purgatorio, no pocas controversias. Mons.
Juan-Pedro Camus, amigo íntimo del santo, y consagrado por éste obispo
de Belley, en su obra publicada en París 1639, refiere:
«Reprendía a los predicadores católicos que, al
hablar del purgatorio, sólo lo presentaban al pueblo por el lado de los
tormentos y de las penas que en él sufren las almas, sin hablar de su
perfecto amor a Dios y, por consiguiente, del firme contento de que
están colmadas a causa de su completa unión con la voluntad de Dios,
unión tal y tan invariable, que no les es posible sentir el menor
movimiento de impaciencia ni de enojo, ni querer otra cosa que ser lo
que son, mientras así plazca a Dios, aunque sea hasta la consumación de
los siglos.
«Acerca del particular aconsejaba mucho la lectura
del admirable y casi seráfico Tratado del Purgatorio, escrito,
por inspiración divina, por Santa Catalina de Génova» (El espíritu de
San Francisco de Sales, p.15, sect.36: Barcelona, Balmes 1948, III,
280).
III CAPITULO
Catecismo de la Iglesia Católica
Vamos, finalmente, a buscar en el Catecismo de la
Iglesia Católica lo que ella quiere que todos los fieles creamos y
vivamos acerca del purgatorio. Para facilitar la lectura de los números
que aquí traigo, elimino las citas que van incluídas en los mismos
textos, y las doy al final. Los subrayados normalmente son míos, así
como las fechas dadas entre corchetes.
Los tres estados de la Iglesia
1022 Cada hombre, después
de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un
juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de
una purificación, bien para entrar inmediatamente en la
bienaventuranza del cielo, bien para condenarse
inmediatamente para siempre.
954 «Hasta que el Señor venga en su esplendor con
todos sus ángeles y, destruída la muerte, tenga sometido todo, sus
discípulos unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos,
se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando
claramente a Dios mismo, uno y trino, tal cual es» (Vat.II).
«Todos, sin embargo, aunque en grado y modo diversos,
participamos en el mismo amor a Dios y al prójimo, y cantamos el mismo
himno de alabanza a nuestro Dios. En efecto, todos los de Cristo, que
tienen su Espíritu, forman una misma Iglesia y están unidos entre sí en
Él» (Vat.II).
955 «La unión de los miembros de la Iglesia
peregrina con los hermanos que durmieron en en la paz de Cristo
de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante fe de la
Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales»
(Vat.II).
El purgatorio
1030 Los que mueren en la
gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque
están seguros de su eterna salvación, sufren después de la muerte una
purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la
alegría del cielo.
1031 La Iglesia llama purgatorio a esta
purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del
castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe
relativa al purgatorio sobre todo en los concilios de Florencia [1439] y
de Trento [1563]. La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a
ciertos textos de la Escritura -por ejemplo, 1 Corintios 3,15; 1 Pedro
1,7-, habla de un fuego purificador:
«Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario
creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que
afirma Aquél que es la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una
blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado en este
siglo, ni en el futuro (Mt 12,31). En esta frase podemos entender que
algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el
siglo futuro» (San Gregorio Magno [+604]).
Ayudas a las almas del purgatorio Diversos modos de
ayudarles
1032 Esta enseñanza se
apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de
la que ya habla la Escritura: «Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este
sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran
liberados del pecado» (2Mac 12,46). Desde los primeros tiempos, la
Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos, y ha ofrecido sufragios
en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, para que,
una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La
Iglesia recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de
penitencia en favor de los difuntos:
«Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si
los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre (cf.
Job 1,5), ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los
muertos les lleven un cierto consuelo? No dudemos, pues, en socorrer a
los que han partido, y en ofrecer nuestras plegarias por ellos» (San
Juan Crisóstomo [+407]).
Oraciones
958 «La Iglesia peregrina,
perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de
Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo, honró con gran
piedad el recuerdo de los difuntos, y también ofreció por ellos
oraciones, «pues es una idea santa y provechosa orar por los
difuntos, para que se vean libres de sus pecados» (2Mac 12,45)» (Vat.II).
Nuestra oración por ellos puede no sólamente ayudarles, sino también
hacer eficaz su intercesión en nuestro favor.
Sacrificio eucarístico
1371 El sacrificio
eucarístico es también ofrecido por los fieles difuntos «que han
muerto en Cristo y que todavía no están plenamente purificados» (Trento
[1562]), para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo:
«Enterrad este cuerpo en cualquier parte; no os
preocupe más su cuidado. Sólamente os ruego que, dondequiera que os
halláreis, os acordéis de mí ante el altar del Señor» (Santa Mónica,
antes de morir, a San Agustín [+430] y su hermano).
«A continuación oramos [en la anáfora eucarística]
por los santos padres y obispos difuntos, y en general por todos los que
han muerto antes que nosotros, creyendo que será de gran provecho para
las almas, en favor de las cuales es ofrecida la súplica, mientras se
halla presente la santa y adorable Víctima... Presentando a Dios
nuestras súplicas por los que han muerto, aunque fuesen pecadores...,
presentamos a Cristo inmolado por nuestros pecados, haciendo propicio
para ellos y para nosotros al Dios amigo de los hombres» (San Cirilo de
Jerusalén [+386]).
Indulgencias
1471 «La indulgencia es
la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados ya perdonados,
en cuento a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas
condiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como
administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el
tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos».
«La indulgencia es parcial o plenaria, según
libere de la pena temporal debida por los pecados en parte o
totalmente».
«Todo fiel puede lucrar para sí mismo o aplicar
por los difuntos, a manera de sufragio, las indulgencias tanto
parciales como plenarias» (Código Derecho Canónico [1983]).
1472 Para entender esta doctrina y esta práctica
de la Iglesia es preciso recordar que el pecado tiene una doble
consecuencia. El pecado grave nos priva de la comunión con Dios, y
por ello nos hace incapaces de la vida eterna, cuya privación se llama
pena eterna del pecado. Por otra parte, todo pecado, incluso
venial, entraña un apego desordenado a las criaturas, que tiene
necesidad de purificación, sea aquí abajo, sea después de la muerte, en
el estado que se llama purgatorio. Esta purificación libera de lo
que se llama la pena temporal del pecado. Estas dos penas no
deben ser concebidas como una especie de venganza, infligida por Dios
desde el exterior, sino como algo que brota de la naturaleza misma del
pecado. Una conversión que procede de una ferviente caridad puede
llegar a la total purificación del pecador, de modo que no
subsistiría ninguna pena (cf. Trento [1551, 1563]).
1473 El perdón del pecado y la restauración de la
comunión con Dios entrañan la remisión de las penas eternas del
pecado. Pero las penas temporales del pecado permanecen. El
cristiano, pues, debe esforzarse, soportando pacientemente los
sufrimientos y las pruebas de toda clase y, llegado el día,
enfrentándose serenamente con la muerte, por aceptar como una
gracia estas penas temporales del pecado; y debe aplicarse, tanto
mediante las obras de misericordia y de caridad, como mediante la
oración y las distintas prácticas de penitencia, a despojarse
completamente del «hombre viejo» y revestirse del «hombre nuevo» (cf.
Ef 4,24).
La comunión de los santos
1474 El cristiano que
quiere purificarse de su pecado y santificarse con la ayuda de la gracia
de Dios no se encuentra solo. «La vida de cada uno de los hijos
de Dios está ligada de una manera admirable, en Cristo y por Cristo, con
la vida de todos los otros hermanos cristianos, en la unidad
sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, como en una persona mística»
(Pablo VI).
1475 En la comunión de los santos, por
consiguiente, «existe entre los fieles -tanto entre quienes ya son
bienaventurados, como entre los que expían en el purgatorio o
los que peregrinan todavía en la tierra- un constante vínculo de
amor y un abundante intercambio de todos los bienes» (Id.). En este
intercambio admirable, la santidad de uno aprovecha a los otros, más
allá del daño que el pecado de uno pudo causar a los demás. Así, el
recurso a la comunión de los santos permite al pecador contrito estar
antes y más eficazmente purificado de las penas del pecado.
1476 Estos bienes espirituales de la comunión de
los santos los llamamos también el tesoro de la Iglesia, «que no
es suma de bienes, como lo son las riquezas materiales acumuladas en el
transcurso de los siglos, sino que es el valor infinito e inagotable que
tienen ante Dios las expiaciones y los méritos de Cristo nuestro
Señor, ofrecidos para que la humanidad quedara libre del pecado y
llegase a la comunión con el Padre. Sólo en Cristo, Redentor nuestro, se
encuentran en abundancia las satisfacciones y los méritos de su
redención (cf. Heb 7,23-25; 9,11-28)» (Id.).
1477 «Pertenecen igualmente a este tesoro el
precio verdaderamente inmenso, inconmensurable y siempre nuevo que
tienen ante Dios las oraciones y las buenas obras de la
Bienaventurada Virgen María y de todos los santos que se
santificaron por la gracia de Cristo, siguiendo sus pasos, y realizaron
una obra agradable al Padre, de manera que, trabajando en su propia
salvación, cooperaron igualmente a la salvación de sus hermanos en la
unidad del Cuerpo místico» (Id.).
1478 Las indulgencias se obtienen por la Iglesia
que, en virtud del poder de atar y desatar que le fue concedido
por Cristo Jesús, interviene en favor de un cristiano, y le abre el
tesoro de los méritos de Cristo y de los santos, para obtener del Padre
de la misericordia la remisión de las penas temporales debidas por sus
pecados. Por eso la Iglesia no quiere sólamente acudir en ayuda de
este cristiano, sino también impulsarlo a hacer obras de caridad,
de penitencia y de caridad» (Id.; Trento [1563]).
1479 Puesto que los fieles difuntos en vía de
purificación son también miembros de la misma Comunión de los
santos, podemos ayudarles, entre otras formas, obteniendo para
ellos indulgencias, de manera que se vean libres de las penas
temporales debidas por sus pecados.
Citas
-954 Vat.II, LG 49. -955 ib.
-958 LG 50. -1022 Concilios de Lyon: DS 857-858; Florencia:
1304-1306; Trento: 1820; Benedicto XII: 1000-1001; Juan XXII: 990;
Benedicto XII: 1002. -1031 Concilio de Florencia: DS 1304;
Trento: 1580, 1820; S. Gregorio Magno, Dial. 4,39. -1032
Concilio de Lyon: DS 856; S. Juan Crisóstomo, Hom. in 1Cor
41,5. -1371 Trento: DS 1743; Confessiones 9,9,27; S.
Cirilo de Jerusalén, Catequesis myst. 5,9.10. -1471 Código
Derecho Canónico, can. 992-994. -1472 Trento: DS 1712-1713; 1820.
1474 Pablo VI, const. apost. Indulgentiarum doctrina 5.
-1475 Ibid. -1476 Ibid. -1477 Ibid.
-1478 Ibid.; cf. Trento: DS 1835.
Ésta es la fe de la Iglesia sobre el purgatorio
Como es sabido, en los últimos decenios, no pocos
teólogos católicos niegan la posibilidad del alma separada del cuerpo,
con lo que se ven obligados a tratar del purgatorio en formas que no son
conciliables con la fe católica. En este error incurren por varios
influjos convergentes -teología protestante, filosofía transcendental y
antropología unitaria, que no establece entre alma y cuerpo una
distinción conforme con la razón y la fe cristiana- (Cf. José
Antonio Sayés, El tema del alma en el Catecismo de la Iglesia
Católica: Pamplona, Fundación GRATIS DATE 1994).
Pues bien, el Catecismo de la Iglesia Católica,
principalmente en los números que hemos reproducido, confiesa de nuevo
la fe en el purgatorio, donde se purifican las almas de los difuntos.
«Así pues, la liturgia y la piedad del pueblo cristiano acertaban y
aciertan al pedir a Dios que las almas de los fieles difuntos
descansen en paz» (Sayés 17).
Importancia de la fe en el purgatorio
Aunque ya ha quedado suficientemente afirmada la
importancia fundamental de la fe en el purgatorio, quiero añadir algunas
observaciones.
-El amor de Dios se manifiesta en toda su grandeza
cuando pensamos que su empeño en deificarnos, iniciado en la creación de
nuestra alma y en el bautismo, si no se realiza suficientemente en esta
vida, sigue obrando en la otra, mediante el purgatorio, para
transformarnos plenamente en Él.
-Para no pecar, los pecadores hemos de
recordar muchas veces el purgatorio. Hemos de guardar extrema
fidelidad a la gracia de Dios, si no queremos resistirla como malos
e imbéciles con pecados que, por leves que sean, producen en nosotros
deformidades que hacen imposible la perfecta unión con Dios.
-Para hacer penitencia, hemos de recordar los
pecadores que, por mucha que sea la misericordia de Dios y por total que
haya sido la remisión de nuestra culpa, habremos de purificarnos
largamente en el purgatorio de todas aquellas huellas de nuestros
pecados de las que no nos hayamos purificado suficientemente en este
mundo por la penitencia.
-Para vivir la debida caridad hacia los hermanos
difuntos es necesario que la fe en el purgatorio esté viva y
operante. De otro modo, fácilmente se piensa que, una vez cumplidos con
los enfermos graves y agonizantes todos los deberes de la caridad
-noches en vela, gastos, medicinas, auxilios morales, etc.-, una vez
muertos, «ya nada se puede hacer por ellos»; con lo que no es raro se
les deje caer en el olvido. La fe cristiana, en cambio, nos dice que
podemos y debemos hacer muchísimo en favor de nuestros queridos
hermanos difuntos. Y si no hacemos más por ellos, no es sólamente porque
nos falta la caridad, sino porque somos «hombres de poca fe» (Mt 14,31;
Lc 12,28).
Antiguamente el pueblo cristiano tenía más piedad con
las almas del purgatorio, porque tenía una fe más firme en el purgatorio
y en la validez de los sufragios ofrecidos por los difuntos: oraba
diariamente por los ellos, especialmente por los familiares -el toque
«de ánimas» en las parroquias-, y ofrecía por ellos con más frecuencia
misas y penitencias personales. Hoy se considera de mal gusto -muy
«negativo»- pensar o hablar de la muerte, y fácilmente dejamos a
nuestros hermanos difuntos sin los sufragios que por ellos deberíamos
ofrecer a Dios, y que por su misericordia son eficacísimos.
La Iglesia, sin embargo, no cesa de estimularnos a
rogar y a ofrecer sacrificios por ellos. Concretamente, cada día lo hace
en el memento de la Eucaristía por los difuntos; y cada día nos
hace pedir por ellos en la última de las preces de Vísperas. No
dejemos, pues, de hacer ahora por nuestros hermanos difuntos lo que,
cuando estemos nosotros en el purgatorio, querremos que nuestros
hermanos de la tierra hagan por nosotros.
Más aún, tengamos verdadera devoción por los
fieles difuntos, que ya están confirmados en la gracia. Ellos han
llegado ya en Cristo a la certeza de la salvación. Nosotros, en
cambio, aún estamos en camino hacia ella...
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